Una persona con un trípode y un telescopio; una playa en marea
baja abierta al Atlántico; una marea baja que descubre sus secretos y un par de
señoras de fino olfato con ganas de poner verde al alcalde del pueblo. Cuatro
ingredientes que conforman el relato de un día cualquiera, un día como ayer por
ejemplo.
El telescopio

Los telescopios eran antaño algo bastante ajeno a casi todo
el mundo, especialmente estos llamados terrestres. Su uso estaba más relacionado
con la observación del cielo nocturno y quizás otro tipo de usos en los que no
quiero entrar ahora, pero pocos se imaginaban a alguien con el ojo enganchado
al ocular mirando pájaros, y con razón, pues esto es algo relativamente
reciente. Quizás por eso persiste la idea en el imaginario colectivo, de que
todo lo que está sobre un trípode es una cámara. Volviendo a los telescopios astronómicos. Esos sí que eran
más conocidos. Yo de niño quise tener uno y casi lo consigo. Al final lo cambié
por unos prismáticos.
La playa
Una playa es una extensión de arena donde confluyen el mar y
la tierra. Mar y Tierra no se unen bruscamente en las playas, se fusionan en un
ir y venir continuo. Sin embargo, sabedora del carácter impetuoso del Mar, la
Tierra decidió protegerse de su genio con un ondulado abrigo de dunas,
acumulaciones de arena que irónicamente generó el Mar, seguro que también conocedor
de su cambiante carácter. Antes había muchas dunas. Ahora quedan menos y el Mar
se come a la Tierra.
La marea
Con matemática periodicidad, el Mar se aleja y se acerca de
la Tierra. En realidad se trata de un juego gravitacional entre el Sol y la
Luna, que afecta al nivel del mar. Aproximadamente cada seis horas el paisaje
costero cambia, y lo hace por completo. El cambio afecta a todos los sentidos.
Con la marea baja, la vista ve fango, arena, rocas, algas donde antes sólo
había agua; el oído se despierta con el trino de los zarapitos o la llamada
siempre temerosa de los archibebes; el tacto se sorprende de la viscosidad del
fango; el olfato atrapa múltiples olores; mientras el gusto espera paciente
sentado en una mesa empuñando cuchillo y tenedor.
Un par de señoras de
fino olfato
A unos metros de ellas, un hombre planta su trípode para
prospectar el intermareal. Han soplado vientos fuertes del suroeste y es época
de migración de limícolas, esas pequeñas aves zancudas típicas de los
intermareales.
Su expresión se relaja cuando se dirigen a él. Se sienten un
poco aliviadas. Por fin alguien podrá filmar el paisaje, colgarlo en la Red y
denunciar el estado de abandono de la playa, una playa llena de algas
pestilentes, una pestilencia que provoca nauseas. El hombre les explica que el
artefacto no es una cámara, sinó un telescopio, aunque ese detalle parece no
importarles e insisten en el estado lamentable de la playa y en la necesidad de
denunciarlo. El hombre les explica entonces cómo es una playa, y como es y debe
de seguir siendo esa playa en particular. En su explicación usa la palabra
natural. Las señoras, con el remilgo propio que viste la arrogancia, arrinconan
a la palabra natural.
— Natural, ¿es natural que yo sienta nauseas cuando paseo por
la playa?
—¿Acaso es natural todo lo que expulsa el mar?
— Naturalmente que sí, señoras.
— ¡Buen provecho!. Y continúan su camino.
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