Mal favor nos hicieron a algunos,
aquellos que un día les dio por poner a las gaviotas y otras aves anillas y
demás artilugios en las patas. Siempre la llevo dentro, latente, a veces sale,
por pura necesidad. Es una fuerza interior, oscura y poderosa, que me lanza a
una desenfrenada búsqueda de anillas con códigos alfanuméricos, anillas de
colores combinadas no siempre respetando un orden estético, anillas con
banderolas, de PVC o metálicas... Como digo, siempre está dentro y de tanto en
cuanto va saliendo, pero donde lo hace con más virulencia es sin duda en
Galicia.
No sé si es el clima, la comida o
qué demonios, pero no lo puedo evitar. Cargo con mis prismáticos, mi telescopio
y un cuaderno, y me preparo para prospectar arenales, acantilados marinos y marismas.
Escruto con pasmosa atención tarsos y tibias de todo ser viviente emplumado,
aunque sean las gaviotas las que se llevan gran parte de mi atención. Y cuando
aparece, la anilla, ruego entonces a los dioses para que me ofrezcan una
lectura limpia y rápida, que no esté gastada, ni manchada de fango o medio
tapada, ni que haya perros a la vista, espantagaviotas veraniegos o instagrameros
ávidos de un bucólico fondo de láridos en vuelo. En resumen, que lo primero que
hago es ponerme en alerta, enfocar el telescopio hacia el objetivo, disponer
lápiz y papel, y barrer de cabo a rabo todo el bando. Cuando por fin la
encuentro, ¡vaya, está gastada!
Continuo la búsqueda. No
decaigo. Y doy con otra. Ésta es
visible, bien visible. La grabo rápidamente en mi cerebro: “467Marribaabajoinmaduroblanconegrotarsoizquierdometalderecho”. ¡Hecho!
Me afano a pasarlo al cuaderno. Pego de nuevo el ojo al ocular y confirmo el
dato. Chapeau!
Sigo buscando. Entonces suena el teléfono.
—“Ya estamos todos en la mesa. ¿Vienes a comer?”. “Sí, Mami. En cinco minutos estoy ahí”.
Sigo buscando. Entonces suena el teléfono.
—“Ya estamos todos en la mesa. ¿Vienes a comer?”. “Sí, Mami. En cinco minutos estoy ahí”.
(Dedicado a mi
madre).
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